“La ley, de todas
maneras, es más blanda para ellos que para nosotros, y ellos la necesitan más
que nosotros. Por eso cuando la ley les golpea en la frente, fruncen el ceño,
pero no demasiado. El palo de uno mismo pega con más suavidad…”.
El párrafo anterior pertenece al libro “la madre”, de Máximo
Gorki, y la juzgo muy oportuna para prologar la entrada de hoy. ¿Es justa la
ley? ¿Están todas las partes al mismo nivel cuando se trata de aplicar las
leyes o esta balanza se inclina siempre hacia uno de los lados?
¿Se han parado a preguntar cuántas veces han decidido por
nosotros o han marcado nuestros destinos amparándose en unos textos legales llenos
de definiciones y conceptos que a la larga se tornan erróneos? Les llaman
lagunas. Me explico. Desde hace mucho tiempo somos conscientes de que el
lenguaje que utilizamos no es suficiente para explicar la realidad de los
hechos, ni siquiera para dar una imagen que se ajuste a lo que percibimos por
los sentidos, o una descripción de ciertos conceptos ¿cómo definimos el color
rojo, por ejemplo? Filósofos, científicos, intelectuales de diferentes campos,
llevan años, incluso siglos, reconociendo las carencias del lenguaje. Pues
bien, siendo conscientes de esta carencia, utilizamos el lenguaje para marcar y
dirigir los destinos de nuestros congéneres. Después ya vendrán las
interpretaciones (ésa es otra) y aclaraciones; véase sino la cantidad de
resoluciones, unificación de criterios, etc., que pueblan nuestros tribunales.
Vamos al tema. He podido presenciar la siguiente historia,
kafkiana si me lo permiten.
Un empresario (omito datos para preservar el derecho a la intimidad)
procedió a la venta de una maquinaria a una empresa extranjera. El monto de la
operación se aproximaba a los 40.000€ (los importes están redondeados para
facilitar la lectura). El empresario emitió la correspondiente factura de venta
y la empresa extranjera envió a un representante para recoger la maquinaria. Hasta
aquí todo normal en una operación mercantil. Llega el día de la recogida y el
representante aparece con el dinero en efectivo (cruzó Europa de un extremo a
otro con un maletín bajo el brazo. Debe ser lo que llaman “libertad de
movimiento de capitales”, algo a lo que últimamente estamos habituados). ¿Qué
hacer? La respuesta se torna sencilla, cobrar y entregar la mercancía; damos
por finalizada la transacción. Fácil, ¿verdad?
El 30 de octubre de 2012 se publicó la Ley 7/2012 que
contiene un artículo 7 con este literal: “No
podrán pagarse en efectivo las operaciones, en las que alguna de las partes
intervinientes actúe en calidad de empresario o profesional, con un importe
igual o superior a 2.500€ o su contravalor en moneda extranjera”. Houston,
tenemos un problema. La historia se complica. ¿Qué hacer? ¿Le decimos al
representante de la empresa extranjera que se dé la vuelta sin la máquina, que
nos haga una transferencia y vuelva a buscarla?, ¿le entregamos la máquina y
cuando llegue a su país que nos haga una transferencia?, ¿anulamos la operación?
Aquí debo introducir un matiz; esta operación se realizó a
los pocos meses de la publicación de la ley, por lo que gran parte de los
empresarios eran desconocedores de este requisito (aunque el desconocimiento no
exime del cumplimiento), y tampoco existían resoluciones e interpretaciones
debido al poco recorrido de la ley. Nuestro empresario sí era conocedor de la
legislación vigente. Así que ante esta disyuntiva se dirigen ambas partes a la
entidad bancaria del empresario para hablar con el director de la sucursal y
poder tomar una decisión. Una vez en el despacho llaman a su asesor fiscal y
éste les da una “solución”.
Artículo 7.5 de la ley 7/2012: “esta limitación no resultará aplicable a los pagos e ingresos
realizados en entidades de crédito”. Voilà,
tenemos la “solución”. Además, la Agencia Tributaria había publicado una
aclaración en su página Web: “si el
cliente efectúa el ingreso superior a 2.500€ directamente en la cuenta bancaria
que le indica la empresa, identificando la operación o número de factura a que
se refiere el pago y la persona que realiza la imposición en efectivo, no se
incumple las limitaciones a los pagos en efectivo”. Sin más tiempo que
perder, el representante hace entrega del dinero y éste es ingresado en la cuenta
corriente del empresario español. Por confianza, o relajamiento, como
consecuencia de haber encontrado una pronta solución que satisface a todas las
partes (incluso al director de la sucursal; más cash), el empresario español
firma el documento de ingreso. Fin de la operación. Llegado su momento se
declarará la operación al fisco y se pagarán los impuestos devengados. A otra
cosa mariposa.
Después de varios meses el empresario español recibe la visita
de un agente de la Administración Tributaria que le hace entrega de una
notificación: ¡una sanción por haber realizado una operación en la que se ha
pagado en efectivo por importe superior a 2.500€! Imagínense la cara del empresario. ¡10.000€ de
sanción!
Comienza el toma y daca con la Administración. Presenta
alegaciones, justificantes, certificados, declaraciones del director de la
sucursal, jurando y perjurando que el ingreso se efectuó en la entidad
financiera, identificando la operación, número de factura, persona que realiza
el ingreso, … Nada de lo aportado es admitido por la Administración. “Se ha
efectuado un pago en efectivo superior a 2.500€”, concluyen. ¿En qué se basa la
Agencia Tributaria para desestimar todo lo alegado por el empresario? Simplemente
en una palabra: “directamente”, recogida en la nota publicada en su página Web
(“si el cliente efectúa el ingreso …
directamente en la cuenta…). La firma que aparecía en el documento de
ingreso era la del empresario español, lo que invalidaba, o vulneraba la ley,
según la Administración. Un simple defecto de forma se convierte en un ilícito
con su correspondiente sanción, sanción que puede arruinar la viabilidad de una
empresa y abocarla a su posterior cierre. No existe fraude, ni ocultación, ni
intención, ni reincidencia, ni perjuicios al fisco, sólo un defecto de forma,
la firma de la persona equivocada. ¡NO se ha ingresado DIRECTAMENTE! El dinero
ha pasado por las manos del empresario español, lo ha tocado, y no contento con
ello ha mordido la manzana (firmó el documento de ingreso). El pecado ya ha
sido cometido, no cabe arrepentimiento alguno y, por lo tanto, merece un justo
(y gravoso) castigo por su osadía.
¿Qué camino queda? Los tribunales; buscar un abogado,
procurador,… y a pleitear contra la Administración. 10.000€ más los costes del
juicio. Hagan números. Lo que gana actualmente un trabajador al año o más de lo
que cobran la mayoría de los pensionistas.
¿Qué dice el empresario al respecto? Pues que si no hubiese
ingresado el dinero en la entidad financiera y se lo hubiese guardado en su
bolsillo se habría ahorrado 10.000€. Eso por no hablar de otras ideas que se le
pasaban por la cabeza para ahorrarse impuestos. Su intento de hacer las cosas
dentro de la ley y el riesgo de perder una operación mercantil le han supuesto,
de momento, la friolera de 10.000€.
¿Cree la Administración que así favorece sus intereses y los
de sus administrados? Después nos quejaremos de la economía sumergida con sus
nefastas consecuencias para el sostenimiento del estado de bienestar.
En fin, que esto debe ser lo que algunos llaman seguridad
jurídica o quizás otros más acertadamente, un expolio.
1 comentario:
A min ocórrenseme máis cualificativos, en particular en relación con que a lei non é a mesma para todos que citas ó comezo.
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